jueves, 14 de julio de 2011

Hermana enfermedad

Llegó de visita una tarde, por sorpresa. La trajo un buen amigo común.  Cuando me asomé a la puerta de la sala de visitas mi cara debió de ser una mezcla de sonrisa y desconcierto.

Lo primero que vi fue una cabeza que no identificaba como hombre o mujer, porque era una diáfana bola de billar. Nos dimos un abrazo de esos que te convencen de que significas algo para el otro.

Estaba estupenda de aspecto, de ánimo, de humor. Con ese brillo en los ojos que anuncian la  densidad que se aprecia en aquellos que se han encarado con el límite, los que han afrontado las preguntas esenciales de todo peregrinar humano.

Su nombre es Concha y era una delicia percibir cómo convive con el cáncer, situándolo como un compañero de camino, como un eslabón más de la cadena de circunstancias de la vida, como un paréntesis que no ocupa todo el texto, sino que lo matiza o lo clarifica. Como un punto y seguido.

Mirándolo de frente, llamándole por el nombre, marcándole espacios,  encumbrándose sobre él desde la acogida, el realismo y la confianza en Dios.

En ese Dios compañero, alentador y consolador, en ese Dios aliado de cada paso, de cada superación, de cada traspiés, si fuese el caso.

Ese Dios siempre a favor de la Vida y no el Dios de esas caricaturas con que, a veces, lo identificamos, sin mala voluntad, pero equivocadamente.

Concha no va de víctima, tampoco de heroína- aunque lo sea-. Sencillamente ejerce la coherencia de su experiencia creyente y la aplica a esta nueva realidad que la golpea y la reta. 

Sencillamente así, profundamente así, verdaderamente así.

Nos reíamos abundantemente cuando su buen amigo la llama “ricitos”, observando su calva temporal a consecuencia de la quimioterapia. Maravilloso su humor, su elegancia y fortaleza. Se lleva bien con la bolsa que alivia su intestino y nada es problema a la hora de tener un ritmo normal.

Su presencia estimulante fue la respuesta a todas las preguntas que me hacía sobre el modo en que estaría asumiendo este episodio difícil de enfermedad y límites. Su visita fue una brisa suave, un vaso de agua cristalina, una elocuente predicación.

Sí, ella estaba haciendo real el hecho de recibirlo todo sabiéndonos sostenidos en el Amor más grande, de no desaprovechar las oportunidades de crecer, de sacar a flote las potencialidades profundas y de afirmar las certezas.

Al despedirnos vino a mi memoria la evocación del cántico de san Francisco y di gracias porque contemplaba la encarnación de esa misma experiencia vivenciada por Concha, el hacer posible decir: hermana enfermedad.

Di gracias porque la tradición de la mujer fuerte en la Escritura, seguía estando vigente y cobrando cuerpo en la historia.